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Antonio Monleón


Free Account, Granada

Arre

Arreados a varazos por los arrieros, los desdichados burros de la arena caminaban mirando el suelo, tristes y abatidos, con su pesada carga sobre los lomos. De vez en cuando, en medio de una calle, se les caía un serón y el arriero los molía a palos con una vara de avellano. Al caer la tarde volvían cansados y derrengados hacia sus cuadras mientras los niños retozábamos alegres por las calles.
Los burros de los aguadores llevaban otra vida. Engalanados con alamares de colores, aromáticas matas de mastranzos y verdes ramas de chopo enredadas entre los cántaros, asistían con impasible serenidad al parloteo de los vecinos mientras el aguador les llenaba un pipo, una botija o una damajuana forrada de esparto.
Los burros del aguador y los del arenero no eran iguales. Los del aguador miraban de frente, serenos y confiados; y los del arenero miraban de reojo, esperando siempre un varazo. Un poeta hubiera dicho que los burros del aguador tenían palomas en los ojos y los del arenero pájaros negros.

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